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Realismo Mágico desde Arganzuela

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¿Tú qué miras, sigueleyendo?

 

 

ERNESTO CASTRO

 

 

En mi distrito madrileño la muchachada se pega —como siempre— por pura pereza. Las mujeres y el territorio, los detonantes principales del conflicto entre machitos, llevan siendo subterfugios mucho tiempo. Y es que resulta más sencillo matarse a palos en mitad de Extremadura por un conflicto de lindes, como hiciera cierto antepasado campesino mío, que ponerse a pensar, en plan burgués académico, sobre el origen de las fronteras terrestres; maldito Juan Jacobo Rousseau, nunca estás cuando más se te necesita. Así, sin pensárselo demasiado, se han rajado los jóvenes las vestiduras a navaja, se han tentado algunos órganos internos y se han saldado las noches con guarnición de cadáveres, como he visto yo suceder en Arganzuela, el barrio mío de mis amores, durante el periodo de conflicto incipiente entre Ñetas y Latin Kings (2003-06). Entonces los hijos de Cronos se devoraban entre sí; cómo no iban a hacerlo, si unos se saludaban haciendo el tridente, mientras los otros preferían el cruzamiento del índice y el anular; razones adicionales para hacerse la vida más difícil, si uno las busca, así las encuentra a pares. Y en medio del desaguisado aquél entre segundas generaciones de inmigrantes estábamos nosotros, los españolitos del montón. Llevábamos la ropa ancha, pero era distinto. Hacíamos skate, como podíamos, pero era distinto. Algunos, como un servidor, nunca entramos en el juego. En mi caso bastaron, para perder todo pundonor, unas amenazas de Joaquín El Negro. ¿Anduve yo enredado entonces con su novia? No recuerdo bien el lance. Pillastre de mí, amante bandido, asaltalcobas. Nunca más, desde luego, tras las amenazas de Joaquín El Negro. No tenía noticia entonces de Arquíloco, pero ya andaba yo emulando la vergüenza del ejército griego, saliendo de rositas de un duelo como aquél, sin quebranto o sin defensa por mi parte:

 

Algún sayo se ufana con mi escudo, un escudo irreprochable que abandoné contra mi voluntad en un matorral. Mas con ello salvé mi vida. ¡Qué me importa aquel escudo! Ya me compraré otro que no sea peor.

 

Sí, nosotros también vimos a Jarabo armado hasta los dientes, el cuchillo jamonero atado a la pierna como si fuera un pirata de pata de palo, mientras atracaba a los pijos del centro o fardaba simplemente como un parguela. Yo andaba medio vinculado con la mejor generación de escritores (mero sentarme junto a ellos en el colegio) que hayan visto los muros madrileños entre la Puerta de Toledo y el Manzanares. Y los pintamuros siempre tuvieron cierto halo de huevito. Conque nadie se pegaba con ellos. Pese a todo, el armisticio montado sobre los botes de pintura, auténtico pacto de honor entre caballeros, no hacía sino emular una venerable tradición de pacifismo tribal neoyorquino. Entonces no teníamos tampoco zorra idea del asunto. Menos mal que Capitán Swing vino a ilustrar nuestras andanzas. Hace un año publicaron en esa editorial Getting Up, una crónica sobre el arranque del graffiti en NYC, que tiene como protagonistas principales a los Fab Five, el segundo grupo de escritores en pintar un tren entero: 10 vagones enteritos. El libro (en realidad una nueva edición de una traducción ochentera, perdida y recuperada: las expresiones nos delatan) entra a describir con minuciosidad el factor social impreso en el hecho de cruzar líneas imaginarias, barrios y calles, con el objetivo de decorar las paredes de la ciudad, sin importar la adscripción de clase o la zona donde vives. Entre las mil batallas narradas destaca el momento de asunción hegeliana (es un decir) que experimentan los Vandals. En pleno pase grupal de modelos, mientras se ufanan por el malecón, mostrando una coreografía colectiva ensayada, los Vandals se encuentran cara a cara (tatatachán) con los más malos de la zona:

 

Nos paramos en seco; no dimos ni un paso más. «¿Qué va a pasar?» La gente nos miraba intentando adivinar lo que iba a suceder. Pero delante de todos estaba la división que habíamos visto en el metro, y, bueno, no te puedes imaginar qué alivio sentimos al verlos. «¿Qué pasa, troncos? ¿Cómo os lo estáis haciendo?» Con esto distendimos un poco el ambiente, porque en el metro ellos nos habían preguntado de qué íbamos, si nos peleábamos con las otras bandas o qué. Pero nosotros les habíamos explicado que éramos sólo una banda de escritores de graffiti, que lo nuestro era pintar nuestro nombre y el de la banda por todas partes y que no buscábamos pelea. Nos llevó algún tiempo explicárselo, pero ahora veíamos que había valido la pena.

 

El mismo truco, por desgracia, no les funcionó a los Wanderers. La narración canónica de Richard Price, posterior guionista de The Wire, arranca con un recuento de tropas para la batalla; no en balde, se trata de una conflagración suscitada por un graffiti: «Los negratas apestan, Richie Gennaro», reza la manzana de la discordia; así pues, tenemos de un lado a los italianos, a los polacos y a los irlandeses, asociados contra los injuriados negratas, que han recibido el inesperado apoyo de una temible agrupación china, portadores todos ellos del apellido Wong, caminantes uniformados por los pasillos del instituto, y presuntos expertos en artes marciales. Todo un espectáculo, vaya. Sobre el final del asunto, mejor no digo nada. Tiene su miga y no merece el spoiler. Una historia que, por contra, sí amerita ser contada, pues contiene la esencia del orgullo pandillero, y su peculiar relación con las fuerzas de seguridad del Estado, se encuentra hacia el final del libro, donde nos cuentan una violación en tercera persona, desde el punto de vista del chico de la violada, quien tiene que decidir, en cuestión de segundos, si llamar a la policía o defender a sus seres queridos. Habiendo optado por la primera opción, dentro del marco de la legalidad y del Estado de derecho, conforme a una interpretación no privatizada de la violencia, cuyo detentor legítimo en última instancia son ellos, los hombres de uniforme, Eugene Caputo, nuestro protagonista, no puede evitar el tormento interior. Gracias a su falta de cojones, Nina está viva y él también; el asaltante en fuga, perseguido por el timbre de las sirenas, no podía tomar demora en degollarles; pero, según el código de honor del barrio, más vale la deontología del outsider que el utilitarismo del buen ciudadano; esto es, no por mucho salvar vidas deja uno su condición de cobarde; o como dice la madre de Eugene:

 

“Algún día, hijo mío, aprenderás que los dos mayores goces de ser hombre son darle una buena paliza a alguien y recibir una paliza de alguien. Buenas noches”.

 

En su reseña de The Wanderers (Mondadori, 2013), Kiko Amat encuadra este libro, el debut de Richard Price eso de hacer novelas, dentro de la categoría de Realismo Emocional o Novelas Vivenciales. Las claves del estilo las revela el propio autor: «la reminiscencia deformada por el alcohol, el realismo mágico [sic], la nostalgia, el pasado reinventado. Ese tipo de magia [sic] todavía perdura en mis libros, pero creo que se muestra exclusivamente mediante el lenguaje. En todo lo demás, me concentro en lo que de veras [sic] está sucediendo.» A falta de un conocimiento más de profundis sobre la obra de Richard Price, estas declaraciones no pueden sino epatarme en mi conciencia de barroco sin causa, especialmente en los apartados «somos-escritores-realistas-mágicos» y «hablamos-de-cosas-que-no-están-pasando». O sea —pienso— que The Wanderers, una narración sin subordinadas sobre la juventud del Bronx, cuyos apartes más señalados son cuatro descripciones psicológicas folletinescas, es un libro que no se atiene a los hechos. Ya me imagino el cartel: «Que se quite Cien años de soledad, que viene con fuerza The Wanderers», ¿se imaginan? Gracias a los chamanes, el hábil crítico literario de Kiko Amat, quien conoce mejor la obra de Richard Price que el propio que la hizo, consigue encarrilar la procesión del realismo hasta la Iglesia del Bendito Atraso. El término es suyo. Los devotos de esta religión practican el sujeto-verbo-predicado; su santoral, según Kiko Amat: «sencillez, excitación, mito, épica, ruido, contención, arrebato». Estas son las claves correctas para la lectura de The Wanderers. Un libro que me recuerda a mí mismo. Y la identificación, aun contenida, no puede ser buena.

 

 


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